miércoles, 19 de agosto de 2009

Tenemos temor: Tememos

La luna era violeta. La más hermosa.

Y caminaba y andaba. Y caminaba también al lado de su mano y andaba bajo el abrigo suave de su voz. Y me movía por medio del viento y respiraba por medio del desierto. Y sufría las ausencias de justicia alguna y olía los pescados vivos del corazón del sol. Y esperaba sin afán y brindaba con salud por el amor del nevado. Y me sentía absurdamente protegido por mi desprotegecedor

El siguiente texto habla acerca de la importancia del silencio, de ejercerlo y de las posibilidades que genera el hacer silencio reflexivo, porque permite pensar y preguntar.

Hoy, sobre ayer y para mañana.

Somos la sociedad del no silencio silenciador. Odiamos y le tememos al silencio, lo evitamos, lo caricaturizamos, lo dejamos para los más tontos. Pero al final, somos nosotros mismos los más tontos. Tememos, tenemos temor. Callamos lo que se nos aparece como la vida dificultosa y real, pero que no es, mirándolo detenidamente, mucho más que las cadenas firmes y livianas de nuestro yugo, de nuestra realidad oprimida y a la vez opresora. Callamos ante las dificultades que propone el modo de producción capitalista como modo de vivir, y en lugar de detenernos a pensar en las máquinas, no pensamos para que las máquinas no se detengan. Y nos mantenemos diariamente entre el ruido de las máquinas que otros mismos humanos crearon y que otros mismos desarrollaron expulsando de ese modo una de las dos naturalezas de este fenómeno en este sentido concreto[1]. Así, somos presas de nuestro invento, y las máquinas se apoderan de nuestra realidad, casi sin darnos cuenta (y dándonosla toda) convivimos con nuestro carcelero y además trabajamos a favor de mejorar las condiciones de nuestro carcelero. Y el carcelero avanza, haciéndonos idiotas con nuestro favor y consentimiento y dejamos que al final, el desarrollo tecnológico y sus productos impongan el ritmo esencial de nuestra sociedad. De nuestra propia realidad. El invento, creado, recreado y estimulado por los seres humanos termina dándonos órdenes e imponiéndonos representaciones del mundo.

Esto de ninguna manera es un fenómeno aparecido de la nada, o naturalmente como gustan llamar los más avezados conservadores de derecha. Es un fenómeno que ya Marx explicó hace más de un siglo: el desarrollo de la teoría de la composición orgánica del capital[2], en donde el capital, compuesto por capital variable y capital constante se desarrolla de manera dialéctica entre sus dos partes interdependientes resumibles en la composición derivada de la fuerza de trabajo por un lado, y por los medios de producción y las materias primas por otro. Marx nos explica detenidamente cómo uno de los dos elementos de la composición orgánica del capital se desarrolla de una manera más activa, de mayor dinámica y el otro elemento orgánico lo hace de manera más lenta. A mayor desarrollo de los medios de producción mayor subordinación con respecto de éstos por parte de la clase trabajadora, y en general de toda la sociedad. Quedamos expeditos, claros en nuestra función orgánica del capital como poseedores de la única mercancía que produce valor: la fuerza de trabajo. Nuestra capacidad misma. Y nuestra función, para no ir más lejos, consiste cada vez más en ser una ficha cada vez menos importante del engranaje sistémico de la producción del capital. Una pieza de un rompecabezas que no para de crecer ni de fragmentar los pedazos que lo contienen y de cuya función necesita para el inalcanzable final de esta travesía. Este rompecabezas no es otra cosa más que el desarrollo del modo de producción específicamente capitalista.

Pero todo esto nos lo callan, y nosotros acatamos la orden y callamos. Pero no callamos para pensar, sino que más bien nos quedamos callados porque no hay tiempo para pensar. Porque nos metieron temor en nuestros corazones y con el silencio reflexivo sólo conseguimos la angustia, ante un mundo que cada vez se hace más complicado de vivir para todos. Porque parece como si el orden de cosas que se nos presentan como la vida real fuera así desde siempre, y como si fuera a ser así para siempre, ignoramos o queremos ignorar la naturaleza más obvia de la condición del trabajo capitalista: opresor.

Finalmente, llegamos a casa y lo primero que hacemos es encender la radio o la televisión.



[1] En este caso, el desarrollo tecnológico aparece como un fenómeno de doble naturaleza en lo que respecta a su finalidad social: Por un lado, permitir las condiciones para el desarrollo y el avance de la tecnología teniendo en cuenta la máquina y su potencia de exactitud o perfeccionamiento; pero así mismo valorar las necesidades sociales con respecto al desarrollo de la tecnología y que sea la sociedad la que imponga el ritmo del desarrollo y no al revés, esto es, que el desarrollo tecnológico imponga el ritmo de la sociedad. Esto último es lo más recurrente si observamos la realidad del siglo XXI, en donde desde el siglo anterior se ha venido enfocando el desarrollo de la tecnología teniendo en cuenta de manera dominante la primera naturaleza de este fenómeno, es decir, aquella que aborda únicamente el desarrollo de la máquina –de la tecnología- y su perfeccionamiento sin acatar de manera decidida al sentido social de este tipo de desarrollo. Como todo fenómeno que acaece entre seres humanos, esto tiene implicaciones de tipo social, podríamos decir, inherentemente. Lo que sucede con el desarrollo tecnológico de los medios de producción es un movimiento claro y típico del desarrollo del capital.

[2] Carlos Marx: El Capital. Crítica de la Economía política, en el Capítulo XXVIII: Ley general de la acumulación capitalista; FCE, México-Bogotá, 1981.

No hay comentarios:

Publicar un comentario